Felipe V, el rey felón

11.06.2014 07:39

No, no me he equivocado en el calificativo, que suele aplicarse, casi automáticamente, a su bisnieto Fernando VII, el de las carambolas, como residuo del rencor de los liberales, inventores de un sambenito que ha pervivido. En cambio, sobre el primer rey Borbón se corre un tupido velo e incluso a veces es encomiado como “un buen rey” de España.

¿Un buen rey de España? En realidad habría que decir “el primer rey de España”, y pasar por alto sus desvaríos dementes, su mezquindad y, sobre todo, su mediocridad rapaz, que le llevó a dilapidar unas posesiones que le habían sido confiadas. Pero vamos por partes.

En primer lugar, ya está bien de hablar de “España” como entidad política hasta 1716. Pese a las fábulas que siguen contando en bachillerato sobre la “unidad nacional” alcanzada por los Reyes Católicos, en realidad lo que éstos y sus inmediatos sucesores consiguieron fue reunir bajo una misma corona varias entidades políticas distintas, básicamente dos: Castilla (pues las conquistadas Navarra y Granada pronto sufrirían la anexión pura y simple), los territorios americanos castellanos (incluyendo Canarias, Filipinas y otros dominios menores) y la Corona de Aragón, forma de denominar una confederación en la que entraban el principado de Cataluña (a su vez, otra denominación abreviada de la unión de varios condados, entre ellos el de Barcelona), los reinos de Aragón, Baleares, Valencia, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el ducado de Milán. Cada uno de estos estados conservaba sus leyes, su derecho, su lengua e incluso su moneda, y el nexo entre ellos se establecía a través del monarca común, lo que permitía coordinar las políticas respectivas.

Este sistema político fue evolucionando, desde los tiempos de Felipe II, hacia una sumisión al reino dominante, Castilla, acentuada tras la incorporación de Portugal a la confederación. El predominio castellano acabó siendo tan opresivo que algunos de estos reinos, vistos por dicho rey y sus sucesores meramente como “provincias”, acabaron rebelándose. El único en alcanzar el éxito fue Portugal, que desde entonces mira con prevención a Castilla, y por extensión, a España entera.

Pero Castilla tenía clara una idea: la verdadera España era ella, y los demás, territorios satélites. La prueba es que en la Paz de los Pirineos (1659), ya había cedido a Francia sin demasiados remordimientos la franja norte de Cataluña, pese a las protestas de los catalanes —que, recordémoslo, seguían formando un estado soberano—, sin cuyo permiso se había efectuado la segregación.

Y ya llegamos a Felipe V. El último rey Austria, el Hechizado Carlos II, cuya vida era prevista como breve en toda Europa, sufrió fuertes presiones al final para designar a su sucesor, pues moría sin hijos. El asunto se presentaba embrollado, ya que los parientes colaterales que podían aspirar a la corona eran todos lejanos y de distintos tipos. Esta anómala situación sugirió bastantes ideas entre las potencias europeas, que pensaron en aprovechar la situación dividiendo España en partes y repartiéndose éstas. En un primer Tratado de Partición, firmado en La Haya en 1698, se acordaba que el heredero del trono de España sería José Fernando de Baviera, adjudicándole los reinos peninsulares (exceptuando Guipúzcoa), Cerdeña, los Países Bajos españoles y los territorios americanos. Francia se quedaría con Guipúzcoa, Nápoles y Sicilia, y Austria con el Milanesado. Todo un programa de desmembramiento en beneficio de nuestros ávidos vecinos.

Pero la muerte de José Fernando obligó a un nuevo reparto de cromos. En esta ocasión, en el Tratado de Partición de Londres de 1700 se reconocía como heredero al Archiduque Carlos, hermano del emperador austríaco, asignándole la península, los Países Bajos y las Indias; Nápoles, Sicilia y Toscana serían para el Delfín francés; Leopoldo, duque de Lorena, recibiría Milán a cambio de ceder Lorena y Bari a Francia. Pero mientras que esta potencia, con Holanda e Inglaterra, estaban satisfechas con el acuerdo, no el Emperador (también llamado Leopoldo), quien reclamaba la totalidad de la herencia española, ya que pensaba que el propio Carlos II nombraría heredero universal a su segundo hijo, el archiduque Carlos.

Pero al final ganaron la presiones francesas y Carlos II de España, pocos meses antes de morir (1700) designó como su heredero a Felipe de Borbón, duque de Anjou, a la sazón un muchachito de diecisiete años, nieto segundón de Luis XIV, cuyas posibilidades para alcanzar el trono de Francia eran escasas. Así que se apuntó con entusiasmo a esa inesperada herencia, de modo que a la muerte de Carlos II fue presentado como “rey de España”, con el nombre de Felipe V. No sería extraño que su mismo nombre le hubiera sido impuesto a su nacimiento pensando en su destino: como Luis era nombre invariable de monarca francés, Felipe parecía serlo de español a lo largo de siglo y medio.

La voz de alarma corrió por Europa. Con este rey en el trono “español” (hablemos así para abreviar), el tándem España-Francia podía resultar una amenaza para el equilibrio europeo. Francia, aunque arruinada por las guerras del rey Sol, seguía siendo la primera potencia europea —al menos en tierra—, y España, pese a todo lo que nuestra historiografía ha fantaseado sobre su decadencia —que se ha confundido con la postración física de sus reyes titulares— seguía siendo otra potencia importante, con el añadido del imperio americano. Por ello Inglaterra, siempre celosa de preservar el “equilibrio” europeo (eufemismo por “evitar que nadie pudiera hacerle sombra”) se apuntó decididamente al bando del otro pretendiente, el archiduque Carlos.

En verdad, esta pretensión resultaba incómoda para Francia, quien recordaba los años de Carlos I de España y V de Alemania, con la “pinza” española-austríaca que tantos conflictos perdidos le había acarreado. La guerra estaba servida, pues el Emperador se negó a reconocer el nuevo rey, considerando, que su hijo Carlos tenía más derechos al trono. Y en 1702 estalló la larga, cruenta y despiadada guerra de Sucesión de España, protagonizada por dos segundones ansiosos de reinar.

¿En qué razones dinásticas se basaban Felipe y Carlos? Ciertamente eran muy débiles para cada uno. Ambos, es cierto, descendían de un rey español (Felipe III), pero su parentesco con el difunto Carlos II era de ¡cuarto y quinto grado, respectivamente! Además, ambos tenían por abuelas sendas hermanas de Felipe IV que habían renunciado previamente a sus derechos sucesorios para poder casarse en otras cortes europeas. En fin, una muestra más de que el Derecho es un mero servidor de la voluntad humana.

Por tanto, con razón o sin ella, la guerra empezó. De momento, las cosas se presentaron feas para el joven Felipe. Las tropas austríacas avanzaron con fuerza incontenible, y hubo que evacuar Madrid, donde había sido recibido en 1701 como rey. Carlos, que había dado garantías de mantener el sistema federal y foral, fue aceptado en Barcelona y entró después en la capital, donde se proclamó a su vez con el nombre de Carlos III. Es curioso que el mismo numeral sería adoptado medio siglo más tarde por el propio hijo de Felipe, deseoso de ignorar la presencia de un homónimo anterior en el trono madrileño. Pero, en rigor, nuestro rey cazador Carlos III debía haber sido “Carlos IV”, pues es innegable que Carlos de Austria había sido también proclamado rey y reinado sobre el territorio español, o al menos sobre partes importantes de él, que incluían Castilla y Cataluña entre otras.

La Guerra de Sucesión se trataba de un conflicto internacional, y en él los reinos españoles tomaron partido por el bando que consideraban más afín. Mientras la Corona de Castilla y Navarra se mantuvieron al lado al candidato borbónico, la mayor parte de la Corona de Aragón, sin duda viendo una oportunidad de sacudirse el dominio castellano, prestó su apoyo al austríaco. Pese a unas derrotas iniciales las tropas felipistas fueron imponiéndose, y tras la victoria de Almansa (1707) obtuvieron el control sobre Aragón y Valencia.

Pero el acontecimiento verdaderamente decisivo fue la muerte del hermano mayor del archiduque Carlos, con lo que éste acabó elegido Emperador con el nombre de Carlos VI. La nueva situación produjo alarma entre las potencias europeas, especialmente Inglaterra, que ahora deseaba evitar un monarca simultáneo en Alemania y España, como ocurriera con Carlos I/V. Inglaterra retiró sus tropas y se mostró dispuesta a pactar con Felipe mediante el Tratado de Utrecht, la mayor traición perpetrada contra esa famosa “unidad territorial” que se atribuye a los Reyes Católicos. Felipe se avino a ceder los territorios europeos fuera de la península Ibérica, conservando sólo las Baleares, salvo Menorca. También Gibraltar pasó a Gran Bretaña. A cambio fue reconocido como legítimo rey de España por todos los países, con la excepción momentánea del Emperador, a quien pronto se calmó con los territorios que veremos.

El Tratado de Utrecht supuso una verdadera reorganización del mapa de Europa; esa recomposición que en ella se practica cada siglo más o menos. Muchos territorios europeos cambiaron de manos, pero los hispano-italianos sufrieron el peor expolio, casi exclusivamente a costa de la Corona de Aragón: Milán, Nápoles y Cerdeña fueron transferidos al Imperio Austríaco, calmando las pretensiones de su Carlos VI. Sicilia pasó a la casa de Saboya, y Menorca a Inglaterra, junto con la roca de Gibraltar, única pérdida de Castilla (además de algunas plazas fuertes holandesas, difíciles de controlar).

El mapa adjunto da una idea de la magnitud de las pérdidas territoriales bajo el control del monarca castellano-aragonés. Cambiaron de mano reinos enteros como Sicilia y Cerdeña, que formaban parte de la Corona de Aragón con tanta fuerza como hoy las islas Baleares son españolas. Es curioso que a lo largo del tiempo se ha pasado de puntillas sobre esta enorme mutilación, conservándose en cambio latente la “herida abierta” de la roca gibraltareña, quizás porque fue el único territorio arrebatado a Castilla, y ésta no sentía como propios los territorios de la Corona de Aragón.

El último estado en caer, ya consumado el tratado de Utrecht, fue Cataluña, que resistió hasta la caída de Barcelona en 1714. A medida que Felipe V iba controlando los reinos de la Corona de Aragón aplicaba en ellos el Decreto de Nueva Planta, que consistía, lisa y llanamente, en la laminación de los derechos de los “sublevados” con pérdida de sus fueros, su derecho y otras características distintivas, para ser incorporados a una nueva entidad, la primera a la que políticamente se puede aplicar el nombre de España (en realidad, un nuevo nombre para Castilla), a la vez que su conversión en provincias férreamente controladas desde Madrid. De esa época arranca también la persecución sobre las lenguas hispánicas distintas del castellano, que ha tenido como lógica consecuencia un fuerte rechazo de sus hablantes al absolutismo borbónico, y, por extensión, a la forma de ser de matriz castellana que pretendía imponérseles.

Tras la caída de Barcelona culminó la operación de “unificar” España (1716) por la simple ley de conquista. Por fin (y no en tiempo de los reyes Católicos) se consumaba el control absoluto de la totalidad del territorio peninsular. Es decir, que nuestro estado español no es mucho más antiguo que los Estados Unidos de América.

Quizá la clave de todas la insensateces, cuando no traiciones, cometidas por Felipe V se hallara en su deficiente salud mental, que lo hacía ya presa de la melancolía, ya de sus arrebatos furiosos, ya del más flagrante abandono. Prisionero de sus filias, fobias y complejos, jamás pudo llevar una vida mínimamente equilibrada, y buscó siempre en la seguridad de sus allegados la que a él tanto le faltaba. No obstante, la historiografía tradicional, fosilizada en interpretaciones simplistas, ha asignado todas las insanias mentales a los últimos Austrias, reservando papeles más discretos a los Borbones, lo que no se corresponde con un análisis riguroso, que muestra en éstos tanta gazmoñería, debilidad y lasitud como en aquéllos.

Con haber consentido en estos expolios, Felipe V consideró la corona sobre España como un “premio de segunda” y, ansioso toda su vida de regresar un día a Versalles, permaneció siempre atento a la delicada salud de su sobrino, el delfín francés Luis, biznieto por tanto de Luis XIV, cuya minoridad ocasionaba una larga regencia del duque de Orleans, adversario del rey español. Pero el sobrino sobrevivió y reinó largamente en Francia con el nombre de Luis XV, posiblemente salvando a Europa de otra guerra, pues de haber fallecido es más que probable que Felipe V hubiera despreciado el trono español para aspirar al francés, más suculento. Habida cuenta de que previamente había renunciado a sus derechos sobre éste para poder reinar sobre España, es fácil imaginar lo que hubiera ocurrido en esta hipótesis.

Felipe V practicó una brutal represión sobre los territorios “conquistados”, prodigando en ellos destrucciones, ejecuciones y destierros. En Xàtiva, que incendió, deportando a sus habitantes e incluso cambiándole de forma humillante el nombre por el de San Felipe, conservan con orgullo el mote de socarrats (‘chamuscados’) alusivo al hecho, a la vez que guardan en su museo de Bellas Artes el retrato del funesto rey en posición invertida.

No se sabe hasta qué punto el ensañamiento felipista era fruto de su carácter maníaco-depresivo, que ha originado multitud de anécdotas, desde sus fuertes escrúpulos sexuales hasta sus bombardeos de la servidumbre con sus propios excrementos. Felipe, siguiendo la tradición de los reyes anteriores, “iba al despacho como al tormento”, por lo que pronto abandonó las tareas de gobierno en manos de reinas o validos, el principal de los cuales fue María Ana de la Tremouille, la famosa princesa de los Ursinos, camarera de la reina, que supo reorganizar la Hacienda y el Ejército conforme a los gustos franceses, convirtiéndose en árbitro de los destinos españoles.

En este estado de abandono la vida del rey transcurría presa continuamente de sus extraños hábitos, que se acentuaron con los años. No podía andar porque se dejaba crecer desmesuradamente las uñas de los pues, y al no cortarse tampoco los cabellos se sofocaba al ponerse peluca. Hacía del día noche y de la noche día, no se cambaba de ropa interior o se ponía la usada de su mujer y tomó tal aversión a alguno de sus ministros que cuando no le tocaba más remedio que despachar con él lo hacía a través de un biombo.

Y este cuadro tan poco halagüeño empeoró con la muerte de su esposa, María Luisa Gabriela de Saboya (otra extravagante criatura, de la que no tenemos tiempo de hablar). Su viudez ocasionó un serio problema a la corte española, pues el apetito sexual del rey era irrefrenable, aunque también sus escrúpulos de conciencia, de modo que necesitaba sin demora una mujer legítima en la que desahogarse, sin que le valieran los servicios de amantes o prostitutas. Por ello hubo que concertarle a toda prisa un matrimonio. La elegida fue Isabel de Farnesio, sobrina del duque de Parma, gracias a las habilidades de Giulio Alberoni, abate italiano y agente diplomático del duque en Madrid. La nueva llegada, por consejo de su valedor, se desembarazó a toda prisa de la princesa de los Ursinos, cuyo puesto fue ocupado naturalmente por el inepto prelado.

Esta segunda esposa, que tan bien supo manejar al rey y su acomplejada sexualidad, se encargaría de embarcar a España en nuevas guerras a fin de proporcionar sendos tronos a los hijos de su unión. Se empezó ocupando sin previo aviso la isla de Cerdeña, y después la de Sicilia, lo que motivó la formación de la Cuádruple Alianza europea, que machacó los ejércitos reales. El imprudente desafío a las grandes potencias acabó en invasiones francesas de Navarra y Cataluña y saqueo inglés de Santoña. Al final hubo que devolver todas las conquistas, pero en los pactos consiguientes se consiguieron plazas reales para los hijos en Parma, Plasencia y Guastalla si morían sin sucesión sus soberanos, lo que sucedió. Cosas de la suerte.

No fue el menor de los desatinos de Felipe abdicar inesperadamente en la persona de su hijo de diecisiete años Luis I, quien, tras siete meses de niñerías ―una de sus pasiones era ir robar fruta por la noche con otros mozalbetes―, falleció mordido por la viruela. Como si el reino español fuera un cortijo, Felipe tomó de nuevo el mando ―en realidad lo hizo Isabel―, y, destituido Alberoni, apareció otro valido en la persona de un aventurero holandés que se hacía llamar barón de Riperdá. Se intervino sin cesar en guerras europeas que a nada conducían, y la sangre de los españoles corrió abundante por toda Europa.

En fin, a qué dar más detalles de ese triste reinado, presidido por la locura de un rey y la ambición de su mujer. En estas circunstancias, ha sido una verdadera lástima que el actual heredero del trono español lleve el nombre de Felipe. Con ello se ha demostrado la ignorancia, cuando no el desdén, hacia los sentimientos históricos de los países sobre los que éste va a reinar un día, recordando con su propio nombre las felonías de su antepasado, que tanto supo hacerse odiar. Mi propia abuela, cuando de niño cometía yo alguna travesura, me insultaba llamándome “Ai, Felip!”. Ni ella sabía el porqué de este desprecio transmitido generación tras generación.

 

Josep M. Albaigès

Barcelona, oct 09