Un reinado poco ejemplar

11.06.2014 16:03

Por Juan Blanco para vozpópuli

E anuncio de la abdicación del rey ha pillado por sorpresa a propios y extraños. No por el hecho sino por el inesperado momento. Existía un plan para el relevo, un acuerdo por el que Juan Carlos cedería el trono en un plazo suficiente y ordenado, intentando recuperar parte de su imagen pública. Pero algún súbito elemento contribuyó a elevar la presión hasta el límite, precipitando los acontecimientos. Se ha especulado con el hundimiento electoral de los partidos dinásticos. Con la imparable caída de la popularidad de la Corona, lastrada por los manejos para impedir a toda costa la imputación de Cristina, aun retorciendo hasta el límite el Estado de Derecho. O con los inexplicados viajes al Golfo, en medio de incesantes rumores sobre enjuagues y comisiones.

El cerco en torno a Juan Carlos se estrechaba con revelaciones periodísticas que desmentían su "heroico" pasado, apuntaban a un mayor conocimiento de los negocios de Urdangarin o sugerían un nombre árabe como supuesto testaferro. Incluso un diputado llegó a presentar una pregunta en el Congreso solicitando aclaración sobre supuestas comisiones por intermediación en negocios del Golfo. Unos hechos que pudieron desesperar definitivamente a los últimos partidarios de retrasar el relevo. El creciente bombardeo no sólo afectaba al prestigio del rey: la propia monarquía estaba en juego.

La renuncia ponía fin a un reinado con más sombras que luces, falto de transparencia, controles y responsabilidades. Los medios contribuyeron a crear un tabú alrededor de la figura de Juan Carlos, ofreciendo una visión falsa e idealizada, repleta de embustes y ocultaciones. El rey pudo actuar durante décadas a su antojo, exento de los controles propios de una monarquía parlamentaria. La ausencia de frenos permitió comportamientos dudosos, difícilmente digeribles por la opinión pública, espoleados por una inviolabilidad no limitada a sus actuaciones institucionales sino extensible de manera abusiva a todos los asuntos privados. Y los gobiernos difundieron una peligrosa falacia, una mentira para protegerse: debido a esa inmunidad, las actuaciones del rey no podían ser investigadas. Esta fue la excusa para mantener la opacidad.

Inviolable pero investigable

La inviolabilidad impide que el rey sea procesado pero no implica que su responsabilidad penal quede en suspenso o impune: recae sobre las autoridades que refrendan sus actos por acción u omisión. De hecho, todos los actos del monarca quedarían cubiertos por el denominado refrendo presunto. El Gobierno asumiría la responsabilidad general de la actividad de la Corona y sólo podría eludirla presentando su dimisión ante disconformidad con la conducta del rey. Es decir, que si el monarca cometiera alguna irregularidad, la responsabilidad sería atribuible al Gobierno si éste tuviera conocimiento de ella. No existía, por tanto, impedimento u obstáculo, aparte de la falta de voluntad, para investigar las actividades reales pues éstas podrían derivar en responsabilidad de personas procesables.

Juan Carlos cede el trono dejando a su hijo un panorama desolador. Una monarquía con credibilidad bajo mínimos, un régimen carcomido hasta los cimientos que amenaza con derrumbarse y un país desintegrado, desmoralizado, dominado por el caciquismo, el clientelismo y la corrupción. Pero sirve de poco cambiar la persona sin transformar las instituciones. Quienes argumentan que el príncipe está muy “preparao” imitan a aquellos aduladores que dirigían exagerados elogios a Juan Carlos. Olvidan que la monarquía no puede basarse en las cualidades o la buena voluntad de su titular sino en estrictas reglas, adecuadas leyes, eficaces mecanismos de control y garantía de trasparencia. Y en unos lazos emocionales que, una vez rotos, se recomponen con muchísima dificultad. Quien pretenda restaurar el prestigio de la Corona tiene por delante una tarea hercúlea que no admite atajos. Requiere profunda reforma y estricta ejemplaridad. La "preparación", esa excelsa cualidad del aspirante al trono, nunca se exigió a los políticos que ocupan importantes cargos. La España del absurdo ataca de nuevo.

Otro "error Berenguer"

Felipe no es sólo heredero al trono. También, si las informaciones son ciertas, futuro beneficiario de esa fortuna valorada en 2.000 millones de dólares que la prensa internacional atribuye a su padre. Si desea recuperar la credibilidad de la monarquía, debe aferrarse a la transparencia aclarando todos los detalles. El público está demasiado cabreado para aceptar una suerte de amnistía o ley de punto final, un entierro del pasado como si nada hubiera ocurrido. Otro "error Berenguer" ochenta años después. Sin levantar las alfombras, muchos podrían ver la abdicación como un "coge el dinero y corre" para burla y escarnio de los sufridos ciudadanos. 

El debate sobre monarquía o república ya está en la calle. La legitimidad de la monarquía hereditaria no puede emanar de la historia, la inercia o la costumbre sino del consentimiento mayoritario de los ciudadanos, que deberá expresarse oportunamente en un referéndum. Sin embargo, la verdadera urgencia, el objetivo fundamental no es la naturaleza del jefe de Estado sino las reformas que conduzcan a un sistema político con efectiva separación de poderes, representación directa, rendición de cuentas e instituciones neutrales y objetivas. Esas reformas que los partidos dinásticos se negaron a acometer y que implicarían la inauguración de un nuevo régimen. Hay que mantener la cabeza fría, ignorar los señuelos y atender a las prioridades. Los caballos delante del carro. Sea monarquía o república, lo prioritario es que el sistema cumpla los requisitos exigidos. Poco ganaríamos cambiando una monarquía bananera por una... república platanera.