¿Monarquía o República?
Hoy, en España, se abre de nuevo el viejo y eterno debate: ¿Monarquía o República? ¿Y por qué no Imperio?
Antropológicamente, la forma más antigua y conocida en la que el hombre organizaba su modelo social fue la manada o familia. El núcleo familiar y directo se organizaba en torno al padre o Jefe de Familia. Pero las manadas crecieron, al igual que crecen las familias, y esas manadas se convirtieron en tribus o clanes familiares. Ahí ya llegó el primer problema, tantas manadas tantos jefes de familia, por lo que tuvieron que tomar la decisión de elegir, de entre ellos a uno, quién debía de asumir la alta responsabilidad de guiarlos y dirigirlos. Y al igual que ocurrió con las manadas pasó con las tribus que, éstas, crecieron. Así, unidas las distintas tribus, formaron una sociedad y a su vez, esa sociedad, también necesitaba un jefe que las mantuviera unidas y dirigiera sus destinos por lo que entre los jefes de las distintas tribus elegían a un Jefe Supremo, o rey, que los condujera.
Pues bien, esa pérfida espiral de poder no ha parado de girar y girar hasta llegar a nuestros días en que las distintas sociedades tribales formaron una nación y las naciones un estado y los estados un imperio.
Mientras esto sucedía, y al mismo ritmo, nació la necesidad de hacer la guerra. Ya fuera por expansión territorial, o por la búsqueda de mejores parajes para la caza o la pesca; ya fuera por la fertilidad de la tierra y la calidad de sus cosechas, o por rivalidades familiares por motivos dinásticos o sucesorios; o, simplemente, por la abyecta codicia y las ansias de un poder desmesurado, el caso es que primero, manadas contra manadas, después, tribus contra tribus, y más adelante, naciones contra naciones, estados contra estados e imperios contra imperios se hicieron la guerra.
Nada ha cambiado a lo largo de los siglos. Se podría decir que nada hemos aprendido de nuestras experiencias y esa misma situación se mantiene a día de hoy miles de años después.
Sin embargo aún hay quien pregona: “sí, tienes razón pero hoy estamos en democracia y podemos elegir”... ¿elegir qué? ¿elegir a quién? ¿a quiénes? me pregunto a mí mismo.
En primer lugar definamos qué es democracia y cuál es su significado. Según su etimología, esta palabra (ampliamente discutida por los eruditos) proviene del griego donde demo significa pueblo y cracia, gobierno, resumiendo quiere decir “gobierno del pueblo”. Pues bien, eso es pura entelequia. No existe ningún país en este planeta que esté gobernado por la voluntad de su pueblo… ¡Ninguno!, por lo menos, y que se sepa, en ese invento raro que venimos a llamar países desarrollados o, eufemísticamente, “primer mundo”.
Los orígenes de la democracia
Hay quienes creen que la primera democracia que existió en el mundo fue en la Atenas de Pericles. Nada más lejos de la realidad.
Ciertamente, en la Atenas de Pericles en el s. V a.e.c., existía una gerusía (algo parecido a lo que hoy debería ser un Senado) formado por los ancianos aristócratas y oligarcas atenienses compuesto, generalmente, por terratenientes o por los generales más prestigiosos que, a su vez, se convertían en grandes latifundistas, o propietarios de grandes extensiones de terreno, fruto de sus victorias militares a pesar de que éstos no eran tan belicosos como los espartanos, por hacer uso de la verdad.
Ellos eran quienes decidían los destinos de los atenienses, los impuestos que debían de pagar y si le hacían la guerra o no a otros pueblos vecinos. Sin embargo, sí es cierto que una vez al año, reunidos en las apellas (asambleas del pueblo), permitían votar a las clases menos adineradas como eran los campesinos o los artesanos -jamás a las mujeres, a las tropas ni a los esclavos-, con el fin de decidir quiénes eran los peores políticos según los intereses de la comunidad y condenarlos. Para ello utilizaban una vasija de cerámica llamada ostracón –por su similitud con la concha de una ostra- y en ella escribían el nombre de aquel que creían debía ser castigado. Dicho castigo consistía en un destierro o exilio de diez años o a perpetuidad de la polis (ciudad-estado) de Atenas. Hoy en día la palabra ostracismo es sinónimo de alguien que queda en el olvido y la ignominia dentro de una comunidad o sociedad.
Pues bien, esa era toda la democracia que tenían los atenienses y poco más. La organización política de esas ciudades-estado fue la monarquía patriarcal vitalicia y hereditaria pero ello no suponía que el pueblo, reunido en asamblea, no pudiese deponer a sus propios reyes por muy “divinos” que fueran consi8derados si se demostraba que eran unos tiranos corruptos y asesinos
La República y el Imperio
Para no extenderme más voy a dar paso a la República. Al estilo de los griegos, los romanos (que copiaron todo de ellos incluso sus dioses y sus festividades aunque luego les cambiaran de nombre), vivieron una monarquía patriarcal desde el momento de la fundación, en 753 a.u.c. (ab urbe condita), hasta el 509 a.e.c. cuando hartos, los romanos, del tirano Tarquino el Soberbio, lo condenaron al ostracismo e instauraron la República oligárquica romana.
La gerusía se convirtió en Senado con los mismos poderes que tenían anteriormente y los mismos miembros únicamente crearon la figura electa (por ellos mismos, claro) de dos cónsules con periodo determinado de mandato –generalmente de un año, salvo casos muy excepcionales- aunque, eso sí, su única autoridad se basaba en la guerra de expansión a la que Roma era tan aficionada. El resto: las finanzas, los arbitrios, los impuestos y otros temas de la vida cotidiana quedaban en las mismas manos de siempre: en la oligarquía aristocrática.
No hubo transición alguna, no hubo cambios de ningún tipo, simplemente quedaron los mismos perros pero con diferentes collares algo muy común a lo que sucede hoy en día.
Pero sigamos con el tema. Los antiguos reyes romanos (hubo siete hasta el advenimiento de la República), eran electos como lo eran los antiguos jefes tribales. Así, a pesar de su “unción divina” y de ser sus cargos vitalicios (si es que lograban culminar sus mandatos), eran individuales pues todavía no existía el concepto dinástico Eso, como se verá, vino más tarde aunque no tardó mucho.
El sistema político era tan abstracto y poco definido que pronto provocó guerras civiles entre los propios romanos pero no el pueblo, espectador como siempre, sino entre los patricios y las clases dominantes. En el transcurso de estas guerras un militar, Mario, consiguió que se reconocieran los derechos de la plebe lo que le costó la vida, aunque esta fuera por muerte natural al sufrir, posiblemente, un ataque cardiaco. Tenía 71 años y en su epitafio se podía leer: “Odiado por sus enemigos y temido por sus amigos". Realmente fue un adelantado a la época que lo tocó vivir.
El testigo de su política lo recoge su sobrino, el genocida, Cayo Julio César, joven desmesuradamente ambicioso, hábil manipulador, brillante militar y pésimo político cuya soberbia fue incapaz de hacerle ver la que se le venía encima.
Después de haber conseguido todos los honores habidos y por haber que le otorgó el Senado Romano o la República, que para el caso es lo mismo, se auto proclamó Dictador perpetuo y Sumo Pontífice, cargo que le costó la vida al sospechar sus opositores republicanos que su pretensión era convertirse en rey de un nuevo imperio. En los idus de marzo del año 44 a.e.c. caís asesinado cerca de las escalinatas del Senado.
Solo tras su muerte es cuando Roma se convierte en Imperio gracias a su sobrino nieto Cayo Octavio Turino, el cual cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octaviano al ser adoptado por su tío abuelo, sin embargo es generalmente conocido como César Augusto, primer emperador de los romanos no por la gracia de los dioses sino por la de su tercera esposa, Livia Drusila.
Como de todos es conocido lo que sucedió después con sus descendientes dinásticos tales como Tiberio, Calígula o Nerón y otros emperadores tan lascivos, sanguinarios y dementes como éstos, voy a continuar con el relato, más o menos cronológico, con el advenimiento de las repúblicas.
Los historiadores están de acuerdo que desde el fin de la República Romana lo más parecido a la constitución de una república como modelo de estado fue la Confederación Helvética (más o menos la Suiza actual), formada por distintas comunidades del valle de los Alpes y creada en 1291 no obstante no es del todo cierto pues, aunque con cierta autonomía, dependían directamente del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Tampoco es verdad que esa región haya sido neutral por antonomasia ya que se vio envuelta en bastantes guerras, principalmente, con los Habsburgo de las que, los helvetios, se llevaron, casi siempre, la mejor parte. También luchó contra los borgoñones y, como no, en tiempos de la Reforma participó en distintas guerras confesionales conocidas como la Guerra de los Treinta Años. No se escapó de revueltas y de conflictos sociales entre campesinos y aristócratas y no fue hasta la invasión en 1796 por las tropas de Napoleón Bonaparte cuando el antiguo régimen confederal se convirtió en la República Helvética o Suiza.
Las repúblicas modernas
Sin embargo, no es hasta la Revolución Francesa en 1789 y a partir de ella cuando se empiezan a constituir republicas en el concepto moderno que entendemos hoy en día como forma de organización de un Estado.
Así se puede decir que la primera república moderna fue la República Francesa que, además, decapitó a la monarquía imperante en aquellos momentos que no era otra que la dinastía de los Borbones. Luis XVI fue el último rey Borbón francés. Pero Francia aún tuvo que pasar por un Imperio, el napoleónico, y una restauración monárquica en la figura de Napoleón III hasta que definitivamente se constituyó en República y así siguen hasta el día de hoy.
Pocas fueron las monarquías que sobrevivieron a los siglos XVIII, XIX y principios del XX. Rancias dinastías que llevaban reinando en Europa durante cientos de años desde la caída de los antiguos imperios que bien por motivos sucesorios, religiosos o expansionistas llevaron la tragedia a los pueblos en los que reinaban.
Imperios que fagocitaron a otros imperios y Estados que engulleron a otros Estados, siempre con un mismo denominador común: la guerra entre las naciones y los pueblos con el insano pretexto de salvar los privilegios de unos pocos: los poderosos.
Y vino lo que tuvo que venir. Las fronteras entre las naciones cambiaron a través de tratados de paz que lo que menos traían era la paz para la que se habían firmado ¿y eso por qué? Sencillamente porque se hicieron a espaldas de quienes habitaban aquellas tierras, para ellos, patrimonio de sus ancestros. Lo que trajo nuevas guerras y nuevas revoluciones.
La necedad de los gobernantes hizo renacer el sentimiento nacionalista. La injusticia con las clases menos favorecidas llevó a un enfrentamiento entre las clases privilegiadas y las sometidas. Así trabajadores y campesinos se levantaron contra sus gobernantes y sus amos, poco importaba que fueran monarquías, las pocas que quedaban, o repúblicas recién nacidas. Todo siguió y sigue igual. Y, lo que es peor, seguirá siendo igual porque nada hemos aprendido en todos estos cientos de años.
El eterno dilema
Hoy en España, una de las naciones más antiguas de esta vieja Europa, renace el eterno debate ¿Monarquía o República? Y qué más da lo uno o lo otro si al final todo se resume a lo mismo: el poder de unos pocos,-la casta política privilegiada y dominante- sobre el resto, es decir el “pueblo soberano” que los elige y se somete durante un periodo, eso sí, democrático de cuatro años sin poder decidir durante ese largo espacio de tiempo si lo que hace las casta electa es de interés para la nación a para su propio provecho personal. Nos quejamos de la corrupción y somos quienes la amamantamos. Qué más da que sea un rey o un presidente si ambos pueden ser corruptos y esquilmar a su pueblo.
No es pues un posicionamiento antimonárquico sino anticorruptos ya sean estos reyes o presidentes constitucionales.
Hoy el problema no es la monarquía ni siquiera que esta sea hereditaria o dinástica. El problema es la Constitución de 1978 creada a la medida que contentara y satisficiera a las clases dominantes: la casta política nacida y criada al amparo de una Dictadura que los amamantó, les dio cobijo y permitió que la defenestraran sin oponer una pizca de resistencia. Todos, absolutamente todos desde el rey recién abdicado hasta los principales líderes de los partidos políticos históricos, fueron criados al amparo del franquismo les guste o no que se lo recuerden. Y poco importa que sean catalanes, gallegos, vascos o andaluces. Todos bebieron de las mismas aguas y sino ellos, sí sus familias. Si se quiere solamente basta con hacer un ligero ejercicio de memoria y recitar para los adentros los apellidos o linaje de tan curiosa estirpe de políticos profesionales.
Conclusión
No es momento, pues, de debatir si lo que le interesa a España es una Monarquía o una República, lo que verdaderamente le interesa es iniciar un nuevo Proceso constituyente y terminar, de una vez por todas, con una Constitución plagada de injusticias y de agravios para quien., se supone, fue redactada: la totalidad del pueblo español.
Una Constitución del pueblo y para el pueblo debe, en primer lugar, acabar con los privilegios, las inviolabilidades y los aforamientos. El que la haga que la pague ya sea rey o lacayo, gobernante o gobernado, terrateniente o aparcero. La Constitución ha de servir para la unidad entre los hombres y los pueblos no para generar división entre ellos. Y, por último, se ha de acabar con la inefabilidad de quienes, a fin de cuentas, son tan de carne y hueso como lo somos los demás. Entonces, y solo entonces, cuando tengamos una Constitución que defienda los derechos fundamentales de todos y determine claramente las obligaciones, también de todos no solo de unos pocos, estará bien gobernada España.
Hay que defender la Ley y el Orden como base esencial para la convivencia y es por ello, porque hay que defender esos valores, que hay que ir contra quienes puedan tener el poder, constitucional o no, de subvertir tales bienes naturales ya sean reyes, políticos, banqueros o campesinos, pues todos somos iguales y al final de nuestros días nos iremos tan desnudos como vinimos a este mundo y solo el tiempo transcurrido y nuestros actos, lo que dejemos a nuestros descendientes, determinarán si fuimos o no honestos con nosotros y nuestros semejantes.