Felipe V de Borbón: un francés en el trono de España

10.06.2014 09:13

En 1700, mientras el último monarca español de la dinastía Habsburgo, Carlos II, agonizaba en su palacio en Madrid, Luis XIV movía los hilos de la diplomacia para asegurarse de que su nieto, Felipe de Anjou, sería el nuevo rey de España

Felipe V: rey de España por la gracia de Luis XIV

Luis XIV presenta a su nieto, el Duque de Anjou, como nuevo rey de España. 

Óleo por François Gerard. Siglo XIX.

Château de Chambord.

El 9 de noviembre de 1700 llegó a la corte de Francia la noticia de la muerte del rey de España, Carlos II, el Hechizado. Era algo esperado. En diversos momentos a lo largo de su vida, la endeble constitución del soberano español había hecho temer una muerte prematura, pero desde agosto de 1700 su estado se agravó. El embajador francés escribía a Luis XIV el 26 de septiembre: «Empeora el Rey Católico [...] Me dicen que parece un cadáver». Tres días después se comentaba que le habían administrado la extremaunción, y el 14 de octubre el embajador declaraba: «Ya no le queda sino la piel sobre los huesos».

No sólo el rey de Francia; todos los gobiernos europeos se hallaban en vilo por el estado del rey y por el destino de la monarquía española a su muerte. En efecto, Carlos II carecía de descendiente directo. El rey fue incapaz de engendrar un hijo, ni con su primera esposa, María Luisa de Orleans, con quien se había casado en 1679, ni con la segunda, Mariana de Neoburgo, seleccionada precisamente por la elevada fertilidad demostrada por su familia –su madre había dado a luz nada menos que a veintitrés hijos–. Todo fue en vano, y desde hacía ya varios años se especulaba con el príncipe en el que recaería la herencia de la monarquía hispana, con sus múltiples posesiones en Europa y en el continente americano.

Hasta 1699, dos eran las opciones principales. Por un lado, un Borbón francés, el duque de Anjou, nieto de la hermana mayor de Carlos II, María Teresa de Austria, que en 1660 se había casado con Luis XIV. Por el otro, José Fernando de Baviera, nieto de la hermana pequeña de Carlos II, casada en 1666 con el emperador de Austria, Leopoldo I. El monarca español, influido por buena parte de su gobierno, que prefería que su sucesor siguiera siendo un Austria (es decir, un miembro de la dinastía de los Habsburgo), se inclinó por José Fernando y lo designó heredero en el testamento que firmó en 1698.

Pero en 1699, cuando el camino parecía despejado, José Fernando, un niño de siete años de edad, murió. Los partidarios de los Habsburgo volvieron entonces su mirada al archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo. La tradicional alianza de las dos ramas de la casa de Austria y la presencia en la corte española de un partido cercano a los intereses del emperador parecía que decantaría la decisión del monarca a favor del archiduque. Pero el nuevo embajador francés en Madrid, el duque de Harcourt, reaccionó enseguida. Valiéndose de la imagen de eficacia y modernidad de la monarquía del Rey Sol reclutó en la corte firmes defensores de la causa francesa, como el cardenal Portocarrero.

La decisión última quedaba en manos del cada vez más debilitado rey. Partidarios de los Habsburgo de Viena y de los Borbones franceses lo presionaban, cada uno por su lado, para que redactara un nuevo testamento y designara a un sucesor. La tensión se hizo insoportable. Nada más fallecer el rey, el 1 de noviembre, en medio de una gran expectativa se abrió el testamento, redactado un mes antes pero que había permanecido secreto. Su cláusula principal decía: «Declaro ser mi sucesor al duque de Anjou y como a tal le llamo a la sucesión de todos mis reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos».

Luis XIV toma la decisión

Tal fue la noticia que recibió Luis XIV cuando se hallaba en Fontainebleau, reunido con el Consejo de Finanzas. Según los testigos, su semblante no dejó traslucir la más mínima alteración al recibirla. Siguió con su rutina cotidiana, aunque anuló la cacería que tenía prevista. Pese a su habitual inclinación a tomar decisiones rápidas sin contar con sus asesores, en este caso no se precipitó. Meditó con calma si debía aceptar el legado español para su nieto, puesto que sabía que hacerlo supondría inevitablemente la guerra con los demás países europeos: con Austria, porque no aceptaría que se marginara a su propio candidato a la sucesión; y con Inglaterra y Holanda, por su temor al incremento de poder de Luis XIV. Finalmente, el rey hizo caso a Madame de Maintenon, su esposa-amante, que defendió los derechos del duque de Anjou, y también a las informaciones que llegaban sobre la buena acogida que su nieto recibiría en España.

El 16 de noviembre, una vez concluida la ceremonia de levantarse de la cama (lever du roi), Luis hizo entrar en su cámara al duque de Anjou y al embajador de España, el marqués de Castelldosrius. Dirigiéndose a Felipe en tono ampuloso le dijo: «El rey de España ha dado una corona a vuestra majestad. Los nobles os aclaman, el pueblo quiere veros y yo consiento en ello. Vais a reinar, señor, en la monarquía más vasta del mundo y a dictar leyes a un pueblo esforzado y generoso, célebre en todos los tiempos por su honor y lealtad. Os encargo que le améis y merezcáis su amor y confianza por la dulzura de vuestro gobierno».

Acto seguido, Castelldosrius se hincó de rodillas, a la manera española, ante el nuevo monarca y le dirigió un ceremonioso cumplido en lengua castellana. Como el ya rey de España todavía no entendía el idioma de sus súbditos fue el propio Luis quien contestó al embajador. Aunque, seguramente, no pronunció la sentencia que posteriormente se le atribuyó: «Ya no hay Pirineos».

A continuación, el monarca francés ordenó que se abrieran las dos hojas de la puerta del gabinete que daban acceso directamente a la Gran Galería, donde se agolpaba una multitud de cortesanos expectantes. «Señores, he aquí el rey de España», anunció. Y dirigiéndose a su nieto, le aconsejó: «Pórtate bien en España, que es tu primer deber ahora, pero recuerda que naciste en Francia para mantener la unión entre nuestras dos naciones y preservar la paz de Europa». Según el duque de Saint-Simon, presente en el acto, todos empezaron a felicitar y abrazar al nuevo monarca. La jornada concluyó con una misa de acción de gracias en la capilla del palacio.

Un niño solitario

El monarca adolescente

Este retrato, de François-Honoré Rigaud, muestra al joven Felipe V

recién llegado a España, en 1701, con la insignia del Toisón de Oro.

Palacio Real, Madrid.

 

El principal implicado en todo este proceso, el duque de Anjou, un joven a punto de cumplir 17 años, no tomó parte alguna en su designación como rey de España. Nadie le pidió su opinión; de hecho, cuando la comitiva real se trasladó de Fontainebleau a Versalles ni siquiera fue invitado a viajar en la carroza de su abuelo. Felipe de Borbón había nacido en Versalles el 19 de diciembre de 1683, como segundo de los hijos de Luis, Gran Delfín de Francia, y de María Ana Cristina de Baviera; apenas unos meses antes, el 30 de julio, había fallecido su abuela española. Creció en el maremágnum pomposo de la corte versallesca, donde su abuelo brillaba en los salones de los Grandes Apartamentos, decorados con pinturas que exaltaban la majestad del Rey Sol.

El duque de Anjou creció atenazado por la mordaza de un rígido ceremonial diseñado para ensalzar la figura de su augusto abuelo. Su primera infancia transcurrió entre ayas, y su adolescencia estuvo regida por profesores y tutores cuyo programa pedagógico incluía la formación intelectual y el entrenamiento físico, tendente a su preparación como soldado, mediante la práctica de ejercicios de equitación y natación.

La niñez del hijo del Delfín fue solitaria y fría, carente de cualquier afecto que le ayudara a enfrentarse con un mundo desconocido. Creció sin su madre, fallecida cuando él tenía seis años, y con un padre que no lamentaba una viudez que transcurría desordenadamente entre ejercicios cinegéticos y amatorios, sin prestar la menor atención a sus hijos. El futuro rey de España fue un joven abúlico, inseguro, indeciso, tímido, huraño y propenso al tedio, aquejado de tendencias depresivas, con «vapores» periódicos de desgana melancólica.

Madrastra protectora

Por fortuna, hubo al menos tres personas que establecieron con Felipe ciertos lazos de afecto: la duquesa de Orleans, la marquesa de Maintenon y Fénelon. La primera, su tía abuela, era una mujer inteligente, original, sincera y divertida que se aficionó al trato con ese niño perdido en palacio, a quien leía cuentos, llevaba a las comedias y ponía a su lado en la mesa. Para afirmar la autoestima de su sobrino nieto y ayudarle a superar su timidez fomentó sus cualidades: su bondad, su docilidad, sus dulces modales y su devoción, al tiempo que trató de inculcarle aficiones como la lectura o la música. De él solía decir que parecía más un Austria que un Borbón.

Quien también se mostró alarmada por el comportamiento del joven duque fue Françoise d’Aubigné, marquesa de Maintenon, la «esposa secreta» del monarca, con quien se había casado dos meses antes del nacimiento de Felipe. Aunque ni su estilo de vida ni su posición en la cor te eran los más adecuados para seguir la evolución del muchacho, al parecer hizo esfuerzos sinceros por acercarse a él y le brindó algo de afecto en sus esporádicos encuentros. Ella fue la responsable del nombramiento de su tutor, el escritor y teólogo François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fénelon, una de las más polémicas figuras del catolicismo francés del momento, que llegaría a ser arzobispo de Cambrai.

Cuando Fénelon inició su tarea de preceptor, la personalidad de Felipe, un niño de seis años, presentaba un aspecto desalentador: conocimientos rudimentarios, falta de modales, dificultades en el habla, entonación desagradable y dicción lenta. Durante los ocho años que permaneció a su lado, Fénelon le inculcó la idea de que una conducta recta debía basarse en una religiosidad ferviente, algo que su discípulo recordaría el resto de sus días. Pero con su fogoso afán de adoctrinamiento transmitió a su alumno una moral intransigente y escrupulosa, que marcaría fuertemente su personalidad en lo sucesivo.

Un Borbón en Madrid

El 4 de diciembre de 1700, Felipe V dejó Versalles, con los consejos de su abuelo en mente y un reducido séquito. Llegó a Madrid el 22 de enero de 1701. Todos los problemas internacionales parecían haberse detenido a la espera de que cada uno de los bandos organizara sus fuerzas. Ello dio tiempo a Felipe para configurar su Consejo, en el que destacaban su gran defensor en España, el cardenal Portocarrero, y el embajador francés en Madrid, el duque de Harcourt. La apariencia del nuevo monarca, joven y apuesto –en contraste con el enfermizo y contrahecho Carlos II–, fue percibida por sus súbditos como un signo de esperanza para una monarquía acechada por tantos leones rugientes. Pero el entusiasmo no fue general, ni en España ni aún menos en el extranjero. En septiembre de 1701, Austria, Inglaterra y Holanda formaron una coalición contra Luis XIV y enseguida estallaron las hostilidades en Italia. Desde 1705, la guerra de Sucesión se trasladó a España, donde durante casi diez años Felipe V tuvo que defender por las armas el trono que debía a las intrigas diplomáticas de su abuelo.

 

Por Joan-Lluís Palos, Historia NG nº 103

Natonal Geographic

La galería de los Espejos

El palacio de Versalles, edificado por su abuelo, Luis XIV, fue el imponente escenario en el que transcurrió la vida del joven duque de Anjou hasta que fue elegido rey de España.

 

 

El Versalles español

Durante su reinado, Felipe V reformó el palacio de Aranjuez, construido por Felipe II. El nuevo rey adaptó el edificio al gusto francés y mandó construir el jardín del Parterre.